DESPEDIDA A MI MEJOR AMIGO ©MANUEL PEÑAFIEL, FOTÓGRAFO, ESCRITOR Y DOCUMENTALISTA MEXICANO.

Despedida a mi mejor amigo ©Manuel Peñafiel, fotógrafo, escritor y documentalista mexicano. Era el año de 1983, el teléfono sonó. Dejé la colorida ensalada y corrí a descolgar para enterarme de que Lorenzo Aguilar Cañas mi mejor amigo de la infancia y juventud se hallaba postrado en el hospital con sus órganos vitales destrozados, y los ahí presentes solamente esperaban a que falleciera. Dejé la mesa con aquellos ricos alimentos servidos. Me puse una chamarra y brinqué dentro del automóvil. Al llegar al hospital saludé desconcertado a los familiares de Lorenzo. ignoraba que le había ocurrido. Abordé a uno de sus tíos que era médico para averiguar lo que le había ocurrido. Secamente me respondió que se trataba de una pancreatitis. Le pedí que me explicara qué era eso. Su páncreas ha estallado, esto acabará tus dudas expresó de manera bruscamente altanera. Continuó diciendo que había ocurrido por una diabetes mal cuidada. Fue difícil creer lo que de él escuchaba. A todo lo largo de los años, Lorenzo jamás me confesó que era diabético. Su esposa ahí presente me miraba con resentimiento, así que le aclaré que él siempre me había ocultado su enfermedad. Ella tristemente me respondió que varios médicos ya le habían advertido a Lorenzo del peligro. Él jamás se cuidó, agregó finalmente antes de que los sollozos ahogaran sus palabras. En ese momento recordé las fanfarronadas que habíamos cometido juntos. Ambos nos sentíamos arrogantemente invencibles, petulantes. Pensábamos que nada nos detendría, sin embargo la irresponsabilidad de Lorenzo había acarreado las consecuencias demasiado lejos. Pensó poder bailar con la muerte para luego dejarla despectivamente sentada en una silla…pero ella aguardó la precisa oportunidad para desquitarse de aquella juvenil insolencia y no ser burlada finalmente. Ahora mi amigo yacía agonizando. Tomé el ascensor para trasladarme a la sala de terapia intensiva; una comprensiva enfermera me dotó de una bata esterilizada desechable y un cubrebocas. Lorenzo yacía desnudo inconsciente sobre una plancha de aquel frío hospital. ¡ Me pareció más gordo que nunca ! Hinchado. Entre sus bigotazos de morsa tenía metido un tubo que lo ayudaba a respirar. Al través del delgado tapabocas, le grité: ¡ Eres un imbécil, mira lo que has hecho contigo y con nosotros ! ¿ Por qué demonios no me dijiste que eras diabético ? Y yo sin saberlo, veía como engullías enormes vasos rebosantes de ron mezclado con refresco gaseoso de cola, mientras yo le daba sorbos al vodka en las rocas. Obviamente, Lorenzo no me respondió. Los únicos sonidos en aquel inhóspito recinto de terapia intensiva eran los de los aparatos conectados a su voluminoso cuerpo velludamente barrigón. Salí de ahí furioso arrojando el tapabocas junto con la bata. Creo haberle dado un empellón a la enfermera. En la planta baja platiqué con el hermano menor de Lorenzo, quien me dijo que se les hacía raro que siguiese aún con vida, pues los cirujanos la noche anterior habían pronosticado su inevitable deceso en pocas horas. Pensé en las duras palabras que le había escupido a mi mejor amigo. La muerte me enfurece. Decidí subir a verlo otra vez. La enfermera comprendió, y me proporcionó otra bata. Es que nos conocíamos desde niños balbuceé tratando de contener el llanto, ella no respondió, sin embargo, al ayudarme a ajustar el tapabocas me pasó comprensivamente su brazo sobre mis hombros, mientras me conducía. Nos dejó solos. Gordo: Discúlpame por la manera brusca en que te hablé hace unos momentos. Lo que sucede es que te quiero mucho, y me duele que te vayas. Cuando terminé de hablar, mi mejor amigo con esa respiración roncamente anhelosa propia de la agonía, dejó escapar el aire por la boca en estrujante estertor. Se estremeció. Los aparatos electrónicos emitieron un continuo y monótono sonido, distinto a los bips que habían estado produciendo, en ese momento me di cuenta de que mi estupendo camarada había partido para no volver jamás. Reconocí lo que indicaban los aparatos; de la misma manera los había visto funcionar cuando años atrás presencié la muerte de mi mamá Renée Ruíz Sandoval ( 1926 – 1971 ) en la sala de cuidados intensivos, tras ser intervenida quirúrgicamente para enmendarle su destrozado corazón debido a su infortunada relación marital. Salí a darle la fatal noticia a la madre de Lorenzo. Después de escucharme, temí que el dolor la derribara, comenzó a respirar dificultosamente, su averiada garganta de empedernida fumadora emitía croares enlutados. La esposa de Lorenzo me pidió que la acompañara a donde yacía Lorenzo, corrió hacia dentro, en su ofuscación trataba inútilmente de abrocharse la bata. No me atreví a decirle que ya no era necesario usarla. Sollozando, ella le frotaba y besaba los pies en desesperada despedida. Al otro día durante el sepelio, Jorge el hermano menor de mi amigo comentó que a pesar de los pronósticos médicos, Lorenzo había esperado para despedirse de mí. Yo estuve de acuerdo en lo que me dijo; demasiadas travesuras nos unían para abandonarlo todo en el áspero trueque que hace la inmisericorde muerte con la vida…él partió hacia la nada en plena juventud cuando apenas tenía treinta y cinco años de edad. En el sexto año de primaria, Lorenzo era rudo deportista que con su voluminoso cuerpo derribaba a los del equipo contrincante durante los partidos de futbol. Sudoroso llegaba cerca de la portería para arremeter contra el balón. La esfera de cuero salía disparada, sin embargo, el tiro pasaba arriba del arco, entonces Lorenzo se llevaba las manos a la cabeza, y cualquiera hubiera pensado que con el enojoso jalón se desprendería el cuero cabelludo al bufar igual que un toro ofensivamente herido por las banderillas. Y allá en aquella desdichada época vivida en el nefasto Colegio del Tepeyac de la colonia Lindavista, donde los frailes y monjas nos golpeaban ante la menor falta cometida, mientras en la cancha todos corrían tras la pelota, yo disimulaba mi inutilidad para que el maestrillo a cargo no me amonestara. Me hubiese gustado ser aficionado a algún deporte ya que ahora sé lo beneficioso que es el ejercicio, pero en aquel entonces, la clase de la supuesta “ educación física ” consistía en recostarnos sobre el pecho y levantar el cuerpo con los brazos, ejercicio comúnmente conocido como “ lagartijas ” realizábamos estas flexiones de codos sobre el áspero suelo del patio donde las piedras lastimaban las palmas de nuestras manos, para proseguir con las atormentadoras abdominales a las que llamábamos “ abominables ”. Luego, el profesorcillo organizaba dos equipos de futbol y nos lanzaba a correr tras el balón sin importarle quien era ágil, o quienes como muchos de nosotros, habíamos abrochado las agujetas sin tener noción de los beneficiosos que brinda el deporte. Lo peor es que en el inhóspito Colegio Tepeyac no había vestidores ni regaderas, en el mismo salón de clases nos quitábamos el pantalón largo pues abajo ya traíamos puesto el corto y debajo de la camisa ya venía la playera complementando el uniforme para hacer “ deporte ”, así que después de trotar tras los balones de futbol o basquetbol aquella mal ventilada aula se transformaba en una fétida jaula de mal olientes antropoides con apestosos calcetines dentro de sudados zapatos deportivos con suelas de goma. Aunque con aficiones distintas Lorenzo y yo simpatizamos desde que nos conocimos en la infancia durante la escuela primaria. Durante la escuela secundaria algunos alumnos nos metíamos a los baños para fumar a escondidas, menos Lorenzo quien se sentía orgulloso de que durante las fiestas decembrinas él pedía un cigarrillo encendido a los adultos para encender la mecha de los cuetes, y aún teniéndolo en la mano era capaz vencer la tentación de darle una que otra bocanada… ¿ quién adivinaría que años después, a partir de la juventud jamás renunciaría al tabaquismo ? En el Colegio del Tepeyac proliferaban los maestros que nos flagelaban con su violencia verbal; fue en la preparatoria cuando escapábamos de clases usando aquel duplicado de llave que habíamos obtenido del conserje para escabullirnos por la puerta más alejada del patio umbral que nos llevaba a la apetecida calle, donde uno de los maestros solía estacionar su pequeño automóvil, por el extremo de la ventanilla introducíamos un alambre para destrabar el seguro de la puerta, una vez dentro, Lorenzo se agachaba por debajo del tablero para hábilmente desconectar los cables indicados, ensamblarlos y así encender el motor. Al cumplir nuestro cometido yo reía y burlonamente lo felicitaba por haber adquirido destreza en la clases del taller escolar de electricidad. Después de poner en marcha la máquina, aquella modesta “ carcachita ” nos llevaba al final del mundo en breve escapada, mientras los demás condiscípulos permanecían en aquel aburrido reclusorio escolar. Después de turnarnos el volante, irremediablemente siempre volvíamos temerosos de que nos sorprendieran al traer de vuelta el vehículo hurtado, y la agonía se acrecentaba cuando encontrábamos ocupado el lugar donde antes había estado estacionado. Entonces lanzábamos una moneda al aire; quien perdía tenía que permanecer dando vueltas a la manzana hasta que se desocupara dicho espacio para dejar el automóvil del maestro en el mismo sitio. Esto representaba no entrar a la siguiente clase, y como bola de nieve los problemas crecieron en la escuela. Casi siempre teníamos que acudir los sábados a castigo por acumular faltas u omitir alguna tarea escolar. Detestábamos al energúmeno prefecto Edwin Arcenau, quien a pesar de ser un clérigo católico seducía a las secretarias de la oficina hasta que por fin atrapó a una y renunció a su sotana. Odiábamos la hipocresía de todos aquellos pervertidos frailes, quienes gozaban golpeando a los alumnos de la misma manera enfermiza con que lo hacían las amargadas monjas benedictinas que apestaban a vetusto ajo; cuando yo tenía nueve años de edad acudí entusiasmado a la iglesia para confesarme, pues al día siguiente recibiría la primera comunión; me hinqué afuera del confesionario, sin embargo el sacerdote abrió la puerta indicándome que entrara para sentarme en sus piernas, fue entonces que pegando su rostro mal rasurado a mi mejilla me dijo que le confesara mis malos pensamientos mientras la tarántula de sus dedos trataban de abrir la bragueta de mi pantalón; afortunadamente mis instintos me ayudaron a huir ileso de aquel depravado…desde entonces me convertí en ateo. Un día durante la aburrida clase de inglés, el prefecto Edwin entró para anunciar que el Colegio Guadalupe integrado exclusivamente por alumnado femenino estaba organizando una obra de teatro para la cual solicitaban voluntarios, y los que acudieran estaban exentos de asistir a dicha clase. Inmediatamente varios de nosotros alzamos la mano para apuntarnos en el reparto. La obra teatral a montarse era Asesinato en la Catedral, drama en verso del británico T. S. Eliot basado en el escrito de Edward Grim clérigo que presenció dicho suceso. La monja encargada nos dio una hoja de papel, donde estaba escrito en inglés el sermón navideño que el arzobispo Tomás Becket pronunciaba desde el púlpito. Ella nos indicó que lo memorizáramos durante el fin de semana para el lunes escoger al que mejor lo hiciera. Jamás he estudiado algo con tanto ahínco. El lunes, la monja señaló mi turno. Aclaré la voz: Dear children of God, my sermon this Christmas morning will a short one. ( Queridos hijos de Dios, el sermón esta mañana de Navidad será breve ), etc, etc. El farsante que habita dentro de mí, me hizo actuar bien para ganar el papel protagónico que requería ensayar repetidas veces la caída de Becket, arzobispo de Canterbury abatido en el año 1170 por las asesinas espadas de los soldados bajo las órdenes de Enrique 2o, rey de Inglaterra. Durante el mismo lapso en el que interpretábamos dicha pieza teatral, tuvimos que hacer el servicio militar obligatorio. Ahí estábamos vestidos con uniforme color caqui, con el cabello corto como chayote y marchando largas horas bajo el sol. El teniente era sádico y prepotente. Nos revisaba impunemente cada vez que pasaba lista, lo odiábamos tanto, que cuando no nos miraba le gritábamos: ¡Aguacate !, pues vestía uniforme verde. En cierta ocasión en que pasó enfrente de mí me amonestó por conservar el prohibido cabello largo, y dándome un puñetazo en el vientre me ordenó sumir el estómago y pararme erguido; en ese preciso momento recordé la obra Becket en la cual yo caía moribundo en la catedral inglesa, así que convincentemente simulé desfallecer ante el sorprendido militar. Mis condiscípulos bien sabían que yo fingía, así que se encargaron de hacer gran alboroto al rodearme, aquel vocerío puso nervioso al militar. Siendo entonces, que Lorenzo expresó con falsa preocupación: ¿ Teniente, cómo pudo ser capaz de agredir a mi compañero en el estómago ? Peñafiel está enfermo y aún así lo ha golpeado. Esto nos valió obtener varios días de licencia, Lorenzo logró convencer al militar de que siendo mi mejor amigo, él tenía la obligación de llevarme al médico para revisión durante una temporada ya que yo era incapaz de hacerlo solo. Aquel servicio militar transcurrió monótonamente durante un año escolar, marchar o trotar alrededor del patio era lo único que hacíamos; así que mientras aquel teniente nos ordenaba hacerlo sin descanso, Lorenzo y yo nos escabullíamos hasta el cuartucho donde el personal de limpieza del Colegio Tepeyac guardaba las jergas para trapear, nos colocábamos una sobre nuestra espalda, disimulando de esta burda manera el uniforme caqui, y presurosos escapábamos por la puerta del patio abriéndola con nuestro duplicado de aquella llave, dejando atrás el polvo que el pelotón levantaba en las marchas forzadas. Podría decirse que Lorenzo y yo en aquel tiempo ideamos una novedosa forma de travieso camuflaje. * * * * * * * * * * El profesor estadounidense de inglés en la escuela preparatoria estaba lejos de ser estricto. Sus clases eran frívolas charlas, cada quien hacía lo que quería a pesar de los inútiles esfuerzos del maestro por dar una cátedra respetable. Cuando el examen se acercaba aún éramos ignorantes de cualquier regla gramatical. Lorenzo y yo decidimos acudir a la casa del maestro pretendiendo estar interesados en ponernos al corriente. Llegamos ahí con una botella de ron con intenciones de tomar unas copas con él, y de esta manera sacarle las preguntas del examen. El maestro se suavizó con la bebida. Salimos de ahí empuñando una hoja de papel con las respuestas garabateadas, junto con una euforia que nos duró hasta el siguiente día en que llegamos ebrios a la escuela para sorpresa de nuestros condiscípulos. En el salón de clases creímos resolver la prueba sin ninguna complicación. Una de las exigencias del examen era dibujar un ser humano señalando sus partes anatómicas en inglés. Pensamos haberlo hecho bien, sin embargo, el prefecto Edwin no quedó satisfecho con los resultados generales del alumnado, así que llegó a escupirnos reprimendas en sucio español cargado de pesado acento gringo. Con una mano hacía ademanes para amonestarnos, mientras con la otra meneaba en el aire los exámenes pésimamente resueltos. Sacó uno al azar para señalar nuestros errores. Cuando llegó a la sección donde había que trazar aquel ser humano, nos recriminó diciendo que ese burdo dibujo bien lo podía haber hecho un borracho. Reconocimos que estaba hablando de mi examen. Todos explotaron en carcajadas. Aquel iracundo clérigo nos miró con sus porcinos ojos bien abiertos, sus cortas pestañas vibraban con la ira, sin comprender el motivo de tanto bullicio, enfurecido nos citó a todos el sábado a castigo. Cuando abandonó el salón de clases, encendimos un cigarrillo a escondidas en la parte trasera del aula. * * * * * * * * * * Los días escolares transcurrieron en indigesta inconformidad. Queríamos sujetar al mundo por el cogote ahorcándolo para quitarle sus fallas. Durante la década de los años sesenta estábamos desencantados del ámbito familiar, asqueados por el corrupto gobierno mexicano, ofendidamente defraudados por la hipocresía y perversidad del clero católico y odiábamos los prejuicios de la sociedad. En 1966 después de la ceremonia para entregarnos los certificados al culminar la escuela preparatoria, Lorenzo y yo nos paramos en el patio del Colegio Tepeyac frente a la oficina del odiado prefecto Edwin, cuando él se asomó por la ventana ambos nos quitamos las corbatas para arrojarlas al suelo rociándolas con la gasolina blanca de nuestros encendedores de cigarrillos y les prendimos fuego. Juramos jamás volver a usar dicha prenda de manera obligatoria, sino solamente cuando lo apeteciéramos buscando ocupaciones donde no nos ahogaran las reglas de la etiqueta social. Lorenzo y yo cumplimos nuestra promesa al ejercer trabajos que no requerían la actitud acartonada del resto de la sociedad. Mi mejor amigo y yo nos separamos al ingresar a la universidad, pues escogimos distintas casas de estudio, en aquella época se multiplicaban las protestas estudiantiles en la Universidad Nacional Autónoma de México, por lo que las huelgas eran frecuentes, así que decidí ingresar a la Universidad Iberoamericana Campus Churubusco, en 1972 obtuve mi título de Licenciado en Administración de Empresas, mi interés fue viajar al Instituto Tecnológico de Rochester, Estado de Nueva York, E.U.A para perfeccionar mis conocimientos autodidactas en fotografía, pues esa era mi meta, desafiar al tiempo capturando imágenes las cuales de otra manera desaparecerían con el transcurso de los años; sin embargo realizar mi meta fue angustiante; mi enérgico padre Ricardo Peñafiel Sánchez ( 1925 – 1980 ) deseaba que yo por méritos propios ocupara su puesto de vicepresidente en la importante compañía constructora de la cual él había formado parte de sus fundadores; así que cierta mañana le informé que mi anhelo era editar libros ilustrados con mis fotografías acompañadas con textos de mi autoría; él me miró desconcertado: ¿ Y por qué quieres ser fotógrafo ? Porque en mi vida quiero dedicarme a lo que me gusta. A lo que él abruptamente respondió: ¿ Y tu crees que yo en mi vida he hecho lo que a mí me gusta ? Por supuesto que no, por esa razón hemos sido tan infelices en nuestra familia, le respondí. Al escucharme, me pareció que de sus ojos emergían chispas, por un instante pensé que me golpearía en el rostro; no sucedió así, semejante a un tornado partió para su oficina; su hermético silencio me mortificó durante semanas, finalmente un día me dijo: Prefiero tener a un fotógrafo feliz que a un ejecutivo infeliz. Sin embargo en el fondo jamás se resignó, cuando me presentaba con sus amigos magnates, decía: Les presento a mi hijo el licenciado…pero se dedica a la fotografía. Siempre arrastré la lejanía que existió entre mi papá y yo. ************** En 1975 me enteré que Lorenzo administraba el restaurante Contigo Pan y Vino, situado en la Avenida de los Insurgentes al sur de la Ciudad de México, de esta manera continuamos nuestras travesuras sin percatarnos de lo peligrosas que lo fueron. Afortunadamente yo moderé el placer que brinda el licor. No sucedió lo mismo con Lorenzo que siguió bebiendo, sus órganos se desbarataron durante el festivo y corrosivo trance que produce la ebriedad. Puedo asegurar que el alcohol mata, he visto a seres humanos destruirse, enredándose ellos mismos hacia la fatalidad precipitándose al abismo de una trágica despedida… de la misma manera en que lo hizo mi padre. Que lejana quedó aquella juventud impregnada de necia petulancia junto a las carcajadas, nuestros tersos rostros iluminados con pupilas centelleantes de lujuria. Abrupta mentalidad, despiadada y burlona. Cuerpos encendidos en constante acecho, colmillos pulidos al hundirse en carne femenina seducida. Baile febril entre las rodillas de irrepetibles aventuras. Los años han transcurrido, ahora mi semblante muestra el frenesí trasnochado. Que inmisericordes fuimos con el hígado. Con litros de licor Lorenzo y yo ungimos avecillas, hadas virginales y fantasías. A los alvéolos los teñimos de fechorías escarlata de las que solamente quedaron vacíos relojes de arena rotos por la torpeza de osados primates. En 2023, aguardando al incipiente otoño mis ojos ya no relucen atigrados al acecho; mi pupila quedó nublada por las decepciones. La febril ansiedad ya no me consume impacientemente, sino que sazono y rostizo pacientemente la carne de mujeres en el otoño de un depredador barrigón. La prudencia ha enmohecido mi arete de pirata urbano, con nada de que alardear me retiro con rasguñado botín, lacerada orfandad, oro lacrimoso, el desorden de un incorregible comediante nunca atado a la rutina. Dejé el patíbulo burlado de mi principado naufragado por oleajes de cerveza. Me retiro con una colección de amuletos afectivos usados, transpirados y oxidados. Alejándome con mi sombra de la mano apretando una sarta de sonoros chascarrillos. Lorenzo insustituible amigo te escribo a pesar de la irremediable distancia. Las anécdotas se extienden igual que la tela de ágiles arácnidos, delineando graciosas geometrías sosteniendo vivencias de franca espontaneidad envidiada por aquellos que jamás se atrevieron a jugar colgados de atrevidos trapecios. ©Manuel Peñafiel - Fotógrafo, Escritor y Documentalista Mexicano. El contenido literario y fotográfico de esta publicación está protegido por los Derechos de Autor, las Leyes de Propiedad Literaria y Leyes de Propiedad Intelectual, sin embargo, puede ser reproducido con fines didáctico - culturales mencionando el nombre de su autor Manuel Peñafiel y sus créditos por las fotografías; queda prohibido utilizarlo con fines de lucro. 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